Un señor alardeaba sobre las
nimias hazañas de su hijo el ciclista, experto en autosuperación y comparable,
según su propio padre, al ambicioso Rafa Nadal, insobornable a la hora de caer
en tentaciones venenosas que no tuvieran que ver con su oficio. De aspecto
totalmente estándar, el señor persistía en su fatigante historieta y llegaba
incluso a asegurar que mientras su hijo celebraba uno de sus triunfos
deportivos, él era trasladado en helicóptero en estado de semicongelación a un
hospital privado tras haber sufrido un imprevisto. Todo esto entre sabios
consejos tan frecuentes en moralejas de cuentos infantiles, comúnmente
recitados por señores de alta edad que transmiten su mundología al calor de una
chimenea. Decía ser ejecutivo y tener en el aeropuerto de Oporto un chófer
privado que le trasladaría hasta no sé qué otra ciudad lusa. Lamentaba no poder
llevarme a Coímbra, pues el tiempo se lo impedía. Yo, en aquella época, incapaz
de rechazar cualquier amabilidad por presuntamente arriesgada que pudiera ser,
agradecía la incapacidad del sujeto. Aterrizamos y tras despedirnos,
desapareció con un señor violentamente trajeado que manipulaba las llaves de un
coche. De sus múltiples jactancias, la única que pudieron comprobar mis ojos
parecía ser cierta.
Aquel
fue mi primer viaje solo en un avión. Me dirigía hacia Coímbra, Portugal, para
instalarme allí durante el curso académico y vivir la estancia erasmus. Un
servidor, acostumbrado a enfrentarse a situaciones de lo más extravagantes,
jamás pensó que la primera de ellas ante aquella nueva vida llegaría en el
mismo vuelo. Bastante tendría más adelante, pensó. Pero aquel misterioso señor
quiso anticiparse. Y vaya si lo hizo. Como era de esperar, los disparates no
habían hecho más que comenzar.
Pasaron unos primeros días difíciles. La
inexperiencia personal, sinónima del desconocimiento, originaba una inocencia
importante. Fui a Coímbra sin idea alguna de cómo hallar una residencia al uso,
pensando que para lograr tal objetivo bastaría con un leve paseo engalanado por
la brisa húmeda del Mondego. Pero aquello se alargó algunos días en los que una
nostalgia familiar un tanto infantil y las prisas se unían a esa sensación de
extravío. Por suerte, contaba con mi amiga Herena. Su situación idéntica a la
mía nos llevó a refugiarnos mutuamente para superar todo aquello. Fue mi primer
salvavidas y le acompañaron unos novios granadinos que tras una serie de dudas
lógicas, nos cedieron dos habitaciones para instalarnos definitivamente allí,
en su casa, para construir la convivencia perfecta. Poníamos fin así a una
previa etapa complicada para inaugurar otra era felizmente más larga. De
descontrol y despelote.
Conmovido
por una libertad por descubrir, sentí una euforia desmedida cuando me
permitieron el paso a una discoteca regentada por mujeres inaccesibles y
aspirantes a culturista. Yo lucía mi chándal de Osasuna, un pelo que ahora
añoro y un descaro jamás antes ejercido. Pensé vivir el sueño más feliz cuando
pude entrar en tal lugar con mi indumentaria más común. Siempre me conformé con
poco. En la más ardorosa satisfacción, intenté cautivar a una bella y modesta
joven, que evidentemente me rechazó con una educación que no merecí aquella
noche. No supuso aquel problema alguno. Con mi chándal y mi acceso, cualquier
contratiempo era de lo más baladí.
Caídas
exageradas por la embriaguez. Mujeres que, con inofensivos aires de ninja,
retaban a policías lusos. Posteriormente eran agredidas a traición por los
mismos funcionarios del orden ante mi cobarde y justificable huida. Más caídas
cuesta abajo, a cada cual más estrambótica. Ingerir vino de cartón tristemente
adulterado con kilos de azúcar en una botella de plástico cortada y fácilmente
hiriente. Otra caída tras un intento banal de salto mortal en una asociación
deportiva de la que fui expulsado. La demencia seguía el curso habitual de la situación.
Hasta que apareció él.
De primera impresión cochambrosa, de voz
aguda y temblorosa que evidenciaba una inseguridad importante y con una
singularidad sublime, se presentaba aquel pelirrojo de extrarradio madrileño en
búsqueda de amigos que se alistaran a su ejército verbenero e insaciable. Antes
de atraernos con su carisma, supo bien trabajarse dicha atracción queriendo
aparentar ser quien no era: una persona al uso. Mas la primera impresión
descrita descifraba cuan simulado era su intento de apariencia común, todo y
que a mí siempre me sedujo la idea de despejar las incógnitas que almacenaba
aquel personaje. Aun así, no daba la imagen de un ser cualquiera, pero tampoco
parecía ser quien realmente era, lo que invitaba a conocerle.
Porque
hay personas que por su descripción meramente objetiva invitan a huir de su
influencia como quien huye del demonio. Pero de entre esas las hay quienes si
las conoces desde un principio y entiendes sus circunstancias, todos sus
extravagantes defectos se convierten en diversiones drásticas que merecemos al
menos una o dos veces en la vida. A mis primeras experiencias se unían las de
aquel muchacho. Nunca supo manejar siquiera el castellano, pues lo suyo eran
más las acciones que las palabras. Fiestas que se prolongaban durante más de un
giro planetario, aderezadas siempre por esos balbuceos enigmáticos. A ello se
le sumaba su errante caminar, incentivado por su cuerpo de gimnasio que le
convertía en ingobernable a la hora de querer ser manejado cuando el alcohol
frustraba su independencia tras largos días sin freno. Sus siestas las tomaba
de madrugada en la barra de algún bar, que era lo más parecido a su casa. No
había en Coímbra dos impresentables como nosotros.
Mas
no éramos los únicos. El círculo lo cerraban otras tres personas. Un guipuzcoano,
adversario de los tópicos de su tierra, pues sólo respondía al de la
brusquedad. Por el resto, se mostraba inmaculado con su indumentaria y su peinado,
que le acercaban más a la jubilación que no a su condición de estudiante. De
ideología darwinista, españolista convencido y de insensata sinceridad, quiso
tomarse con solemnidad los consejos de flirteo que algunos libros le concedían.
Estas obras, –cuyo realismo lo limita el afán de liquidación, siempre allanado
por el encanto de la hipérbole, cercano a la realidad pero nunca real del
todo– parecían darle ese aderezo necesario para llevar a cabo su fin
sexual, frustrado finalmente por esa franqueza espontánea que nunca supo
manejar bien del todo, pues rozaba lo vejatorio. Y pese a eso, lograba resultar
entrañable como ningún otro.
Sí
encajaba con los comunes de su patria un sujeto valenciano. De lo más
vociferante y de fobia sencilla para con sus discrepantes políticos, sus
defectos eran convertidos en virtudes por la honradez, la acogida y el calor de
aquel pequeño ser. Tampoco contribuía mucho a la inspiración literaria un
hombre prematuramente canoso, de carácter fuerte y sabios consejos que al igual
que todos los miembros del grupo, siempre supo estar presente en los momentos
de mayor necesidad.
Trastornos festivos,
amistades óptimas y amores alimentados por la ilusión y no por la realidad.
Fueron los pasos previos que fabricaron la carambola que hoy determina mi
presente y mi futuro. Por ello, sólo queda dar las gracias a estas cuatro
personas y a otras pocas que durante aquella estancia febril y apoteósica
quisieron formar parte de mí mismo. Desde aquellos días sólo me separa de ellos
la distancia, pues en lo restante siguen estando más cercanos y presentes que
nunca, siempre atentos y dispuestos a que mi vida prospere. Y a reírse de mi
alopecia. Uno voló del nido en busca de aventuras locas y regresó con amistades
eternas que más adelante le allanaron caminos en ocasiones imposibles de
hallar.
Gracias.
PD:
Algún día me ceñiré estrictamente a las anécdotas más recordadas de mi estancia
para el descojone general. Hoy sólo pretendía relatar mi llegada a Coímbra, mis
primeras impresiones y un resumen general de aquello. Y ser un moñas, que lo he
sido.
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