Cuál Oliver Atton viajaba a Europa para
continuar con su progresión futbolística en un conjunto de su talla, decidí
trasladarme a Holanda sin la menor esperanza de sentir atajar el cuero con mis
raídos guantes de menospreciado cancerbero.
Así, cosas de la vida, aparecí por Utrecht
para ser invitado a disputar un inimaginable encuentro con gente no menos dispar.
Todos ellos procedentes de ajenos estados del viejo continente y con rasgos singulares,
en lo futbolístico y en lo personal. Si bien, quizá, el más extravagante fuera
yo, quien sabe. Prueba de ello es que ante mi (aún) pésimo pero in crescendo
nivel de inglés, no sé qué tipo de confusión me entraba que al presentarme a
alguno de los susodichos pronunciaba un inexplicable “thank you” en lugar de “hello”.
Pero vayamos a lo importante.
Utrecht. 5 de la tarde. Un coqueto césped
artificial decora el rectángulo de un terreno de juego radiante por un sol poco
frecuente en esas tierras. El tamaño es de campo de fútbol sala, mas el suelo
es totalmente resbaladizo. Sin embargo, este primer contraste me resultaba
simpático. Menos amables eran las porterías, estrechas y de puro hierro
inamovible capaces de causarte un mal irreparable. A la cita iban llegando los invitados
con cuentagotas. Antes de ello me decidí, no sin temor, a orinar en un huerto
cercano. Acerté a no ser descubierto por los habitantes de una sociedad
destacadamente civilizada en comparación con nosotros, los sureños.
Fue después de mi acción tan maquiavélica
para ellos como imprescindible para mí cuando empezaron a llegar ciertos
sujetos que, para mi sorpresa, actuarían como jamás observé actuar a nadie.
Todos con sus bicicletas llegaban sonrientes desde lejanos prados alcanzables a
la vista gracias a la uniformidad de un bello y amplio jardín, solo posible
gracias a sus condiciones climáticas. Desde allí llegaban e iban aparcando sus
bicicletas. Poco a poco iban llegando más, y más. Lo que sería una habitual
disputa de cinco contra cinco se convirtió en un partido casi digno de colegio
público.
Finalmente nos congregábamos en el lugar mil
holandeses, tres sureños y una turca. A nosotros se nos distinguía claramente.
Uno, alopécico; otros dos, aspirantes. Nuestras despejadas frentes contrastaban
con todos aquellos lacios y colgantes cabellos con efectos mojados y dejándose
brillar al son de una plácida tarde. Pese a ello, sus fabulosos pelajes
contrastaban con su calidad futbolística, como haremos ver más adelante.
Antes de comenzar a disputar tan extravagante
encuentro, nos encontramos con una circunstancia de fácil resolución en
nuestros barrios pero que, más al norte, para sorpresa propia, se resuelve con
talante, diálogo, simpatía y una exquisita cortesía que favoreció a la cesión
de ambas partes implicadas. Un grupo de niños se divertía en una de las
porterías. Entre aquellos rojizos rostros coronados por filamentos de color
platino, como acostumbra el norte a parir sus habitantes, figuraba un contraste
maravilloso. Un niño de orígenes africanos convivía con toda esta chiquillería
de clase media – alta, a juzgar por las condiciones de su entorno más próximo.
Y es que este campo rodeado de maleza bien cuidada se encontraba envuelto por
casas con patios, huertos y decenas de metros al aire libre. Los infantes, pese
a su condición minoritaria en lo que a edad se refiere, se resistían a
abandonar su portería. Y con esto, no hubo malos gestos, advertencias ni amagos
de espanto. Tan solo diálogo, trato, risas y cesión por ambas partes, como en
la transición (¿!). Entre tanta educación, cada holandés que llegaba seguía
saludándome con una sonrisa y presentándose. Yo, preso de mi analfabetismo en
lenguas no maternas, seguía dedicando algún “thank you” a los recién
comparecidos.
En
esas, comenzamos el partido. Sin contar cuántos componentes formaban cada
equipo, me atrevería a hacer un cálculo aproximado de un 8 contra 9. Y muchos
detalles extraños a destacar. Por ejemplo, entre los contrincantes se hallaba
un simpático muchacho digno de tocar en Lory Meyers y de instagram color sepia.
Vaqueros de pitillo y camiseta ajustadísima para disputar un desenfadado
encuentro. Y físicamente, raquítico, tal y como acostumbran los miembros de su emergente tribu urbana. Uno de sus compañeros lucía otros vaqueros, estos más anchos y remangados, cual caza cangrejos natural de Majadahonda (o similar) en la costa de levante en
época estival. Tampoco quería dejar de destacar a un simpático holandés con un
gran parecido al actor Hugh Grant, que lucía la elástica del Fútbol Club Barcelona
con el dorsal 9 a la espalda. Sin embargo, sobre el número, las letras habían
decaído considerablemente, quien sabe si producto de la plancha, del desgaste o
del arrepentimiento. Me explicaré: sobre el 9 debía leerse Alexis, que es quien
defiende actualmente tal dorsal en el equipo. Sin embargo, pese a deducir que
podía haber lucido en un principio el nombre del chileno, esto no quedaba lo
suficientemente claro. No me atreví a preguntarle, pues decirle nuevamente “thank
you” habría resultado chocante para él y esperpéntico para mi nivel de inglés.
Por eso, decidí tirar de hemeroteca interna para recordar quiénes habían sido
los anteriores nueves del Barça a la llegada del Jugadoraso. Eto’o, Ibrahimovic,
Bojan. Después llegaría el niño maravilla. No quedaba duda, en esas desgastadas
letras sólo encajaba el chileno. Pudo arrancarse los caracteres por vergüenza,
por miedo a las amenazas o por error al planchar. Descarté la última opción.
¿Y
en mi equipo? Los dos sureños. El calvo y el aspirante. Y un hombre curiosísimo
que parecía, con su indumentaria, querer superar un casting para un documental
de cómo se vivió el 23-F en Catarroja o en cualquier localidad del cinturón
industrial valenciano. Pantalón de pana, cutre camisa a rayas y un pelo
ligeramente descuidado, tanto en su peinado como en su engrasado. Y pese a la
escasa o nula seriedad del partido, celebraba cada gol con fuerza y rabia. “Es
que es insaciable, ambicioso, luchador”, diría nuestra prensa seria.
Y
poco más puedo decir. Bueno, que encajé dos goles y que me ofrecieron usar
otros guantes. Los míos, unidos a mi antiguo chándal de Osasuna y a mi deplorable aspecto, en su conjunto, provocaban cierta caridad hacia ojos ajenos. Lo agradezco.
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