Un sonido apocalíptico detenía la más común de las
rutinas. En plena hora de cenar, llegué a pensar que nuestra nevera podría
haber sucumbido a la leve inclinación con la que resiste en nuestra cocina. Tal
estruendo me invitaba a augurar una catástrofe similar. Hasta la puerta de
nuestro cuarto se había abierto con fuerza debido a la brusquedad de aquel
ruido. Nos dirigimos a comprobar cuál era el motivo. Una compañera de piso con
su pareja, dios y ellos sabrán cómo, habían volcado la mesa de la terraza en la
que parecían celebrar una cena con aires románticos. El vino y la finura de los
platos les delataban. Lo que no cuadraba en aquella escena era una mesa para
unos cinco comensales violentamente torcida, del revés. Parecía el acto
vandálico de un inexperto que no sabe cómo hacer el mal. Sí encajaba la
insipidez de la vecina a la hora de contestar nuestra lógica preocupación. Un
“estoy bien” tenue e incómodo era su respuesta, que no nos aclaraba nada de lo
sucedido. Como prueba de asistencia, quiso dejarnos sus platos sucios, con
cubiertos, copas y servilletas usadas en nuestra cocina, que es el espacio que
conecta la casa con la terraza. Y es quien sufre cada día el paso de los
vecinos holandeses, que adoran el aire libre para practicar aún más, si cabe,
su condición de impresentables.