Cerrar
una etapa es difícil. Las etapas que nos marcan suelen ser largas. Se
convierten en etapas porque nosotros deseamos (casi siempre) transformarlas en
tal. Una persona, una casa, un trabajo, una carrera. Todo son etapas. Y como toda
etapa, esos largos momentos finalizan algún día. A veces, de forma inesperada, caminando
en silencio y entrando sin llamar, como decía una canción. Otras,
paulatinamente.
Mi
etapa ha finalizado con vistas a cierre desde hace ya cuatro meses. Mi abuela
murió con 92 años después de un mes difícil en el que sufrió todo lo que (casi)
no había sufrido durante su vejez. Fue un momento complicado. Tildarlo como
desgracia sería injusto. Que un ser cercano muera a tal edad es un regalo para
los suyos. Regalo porque la hemos disfrutado mucho. A mí no me podrán disfrutar
tanto. Mi hígado se encargará de destruirme.
Cogerle
un cariño especial a un ser cercano es inexplicable. Formas un vínculo que
jamás podrás tenerlo con otra persona. Y dentro de ese vínculo entran las
circunstancias. Una de ellas era esa casa. En el centro de Alicante, me
permitía hacer casi de todo. Cada mañana al levantarme, podía ver a lo lejos la
parte de tribuna alta del Rico Pérez. Tardaba escasos 20 minutos en llegar al
estadio. Levantarme media hora antes del partido con una resaca monumental para
ir al campo era fabuloso. Como fabuloso era recibir aplausos de los peñistas
que me veían aparecer con cara de circunstancias y pelo de indigente. Al otro
lado de esa vista estaba la habitación de mi abuela, siempre con su puerta
abierta y su ventana cerrada. Ella, cuando lo lograba, dormía de lado con su
despertador en la mano y su atención siempre bien puesta en todo lo que podía
suceder. Prueba de ello es que me llamaba a la que escuchaba el sonido de la
cadena del wáter la primera vez que sonaba por la mañana. “Nene”, gritaba. En
sus penúltimos meses, lograba levantarse con la ayuda de su andador y de algún
brazo que ejercía de báculo para alcanzar el salón y sentarse en su orejero. En
frente, su mesa camilla. Y un poco más allá, la tele, siempre con la misa o el
saber vivir a primera hora. De desayuno, un kiwi con un vaso de leche y unas
seis galletas con mermelada. Los domingos sustituía las galletas por media
tonya y la leche por chocolate a la taza. Le encantaba cebarse. Y no tenía por
qué dejar de hacerlo.
Entre
todo eso, mirabas desde su balcón. A la derecha del horizonte, la siempre
plácida Tabarca. Su silueta, a lo lejos, a veces se difuminaba por las nubes
bajas. Otras veces se observaba claramente su contorno, llegando incluso a
distinguir la parte este, la del pueblo; y la parte oeste, donde exceptuando un
cementerio, el faro y una torre de vigilancia transformada en cuartel de la
benemérita, todo es campo y maleza, sinónimo de paz y sosiego.
A
la izquierda, el castillo de Santa Bárbara. Su vista era inmejorable. Desde el
balcón se apreciaba su silueta, sus faldas y sus distintos caminos de acceso.
Incluso el Benacantil, parte baja del fuerte, lugar común de desmadre entre la
juventud alicantina. Yo, ebrio trasnochado y sin par, llegué a plantearme
alguna noche de motivada locura la idea de construir una tirolina que conectara
aquel hogar mío con el monte Benacantil. Todo quedó en el aire. Por desgracia,
el proyectó no se podrá llevar a cabo.
Más
a la izquierda del castillo, la Serra Grossa. Cuántas leyendas de la ciudad se
habrán contado teniendo presente ese accidente geográfico. Y en cuantas
postales no aparecerá. Debajo, la plaza de toros. En frente, el mercado
central. Me daba tiempo a pensar en todo mientras mi abuela desayunaba.
Así
han pasado varios años de mi vida. Especialmente los tres últimos, desde que
regresé de mi estancia festiva en Coimbra. Combinar la atención y el cariño
hacia mi abuela era perfectamente compatible con mis quehaceres etílicos. Todo
merecido descanso requería la visita a un bar cercano. Y de esos había muchos.
Pocos habrá en los que no me conozcan. Especialmente el casal Tio Cuc, mi
casal, que aunque siga siendo mío y de otros tantos, comenzaré a frecuentar
mucho menos debido a que abandono Alacant City. Una cerveza allí después de un
día de 8 horas de estudio sentaba casi mejor que un hijo recién parido. Cuántos
bares, cuántas casas de amigos y cuántos lugares dejarán de estar para mí a
tiro de piedra.
Qué
grandes momentos aquellos. No necesitaba más de 10 minutos para llegar en
estado paupérrimo a casa cualquier noche. Abría la puerta con cuidado y una
antigua e imponente imagen de la Santa Faç divina (misericordia) me miraba con
afán educador al llegar. Quizá alguna vez debí hacerle caso. Pero seguí en el
oscuro mundo del desparrame. Mi abuela rara vez me escuchaba al llegar. Me
encargaba yo de que no lo hiciera.
O
aquellas veces en las que alcanzaba tal nivel que no podía evitar la infernal
náusea etílica. Mi pereza y mi cautela me obligaban a expulsar mis excedentes
asomado ligeramente desde la cama para formar un detestable charco. Todo con la
intención de no despertarla. Al día siguiente, volvía a orinar y a escuchar “Nene”.
Yo le daba un beso, volvía a mi cuarto y fregaba antes de comenzar a hacerle el
desayuno.
Paradójicamente,
en plena crisis se ha logrado vender casa de mi abuela de forma inmediata.
Pensé que tras su despedida, aún podría disfrutar algo más del que había sido
mi hogar. No ha podido ser más tiempo. Hoy me ha tocado entregar la llave, no
sin antes echar mi última meada en aquel acogedor retrete y tirar por última
vez de la cadena para recordar aquel “Nene” mañanero de mi abuela. Y tras orinar, despedida vecinal y entrega de llaves.
Etapa
cerrada. Con pena, pero con alegría por empezar otra que, seguro, será mejor.
Me he encargado de rodearme de buena gente para que así sea. Especialmente de
una persona que me acogerá en otra ciudad a partir de mañana. Y no hay mejor
antídoto que una nueva etapa que ilusiona y mucho. Siempre con el eterno
recuerdo de esta otra que acabo de cerrar. Gracias a ella jamás podré olvidarla. Y mis llaves, testimonio de mi nueva etapa, serán estas.
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