miércoles, 12 de marzo de 2014

Etapas no ciclistas pero sí alcohólicas

                Cerrar una etapa es difícil. Las etapas que nos marcan suelen ser largas. Se convierten en etapas porque nosotros deseamos (casi siempre) transformarlas en tal. Una persona, una casa, un trabajo, una carrera. Todo son etapas. Y como toda etapa, esos largos momentos finalizan algún día. A veces, de forma inesperada, caminando en silencio y entrando sin llamar, como decía una canción. Otras, paulatinamente.

                Mi etapa ha finalizado con vistas a cierre desde hace ya cuatro meses. Mi abuela murió con 92 años después de un mes difícil en el que sufrió todo lo que (casi) no había sufrido durante su vejez. Fue un momento complicado. Tildarlo como desgracia sería injusto. Que un ser cercano muera a tal edad es un regalo para los suyos. Regalo porque la hemos disfrutado mucho. A mí no me podrán disfrutar tanto. Mi hígado se encargará de destruirme.



                Cogerle un cariño especial a un ser cercano es inexplicable. Formas un vínculo que jamás podrás tenerlo con otra persona. Y dentro de ese vínculo entran las circunstancias. Una de ellas era esa casa. En el centro de Alicante, me permitía hacer casi de todo. Cada mañana al levantarme, podía ver a lo lejos la parte de tribuna alta del Rico Pérez. Tardaba escasos 20 minutos en llegar al estadio. Levantarme media hora antes del partido con una resaca monumental para ir al campo era fabuloso. Como fabuloso era recibir aplausos de los peñistas que me veían aparecer con cara de circunstancias y pelo de indigente. Al otro lado de esa vista estaba la habitación de mi abuela, siempre con su puerta abierta y su ventana cerrada. Ella, cuando lo lograba, dormía de lado con su despertador en la mano y su atención siempre bien puesta en todo lo que podía suceder. Prueba de ello es que me llamaba a la que escuchaba el sonido de la cadena del wáter la primera vez que sonaba por la mañana. “Nene”, gritaba. En sus penúltimos meses, lograba levantarse con la ayuda de su andador y de algún brazo que ejercía de báculo para alcanzar el salón y sentarse en su orejero. En frente, su mesa camilla. Y un poco más allá, la tele, siempre con la misa o el saber vivir a primera hora. De desayuno, un kiwi con un vaso de leche y unas seis galletas con mermelada. Los domingos sustituía las galletas por media tonya y la leche por chocolate a la taza. Le encantaba cebarse. Y no tenía por qué dejar de hacerlo.

                Entre todo eso, mirabas desde su balcón. A la derecha del horizonte, la siempre plácida Tabarca. Su silueta, a lo lejos, a veces se difuminaba por las nubes bajas. Otras veces se observaba claramente su contorno, llegando incluso a distinguir la parte este, la del pueblo; y la parte oeste, donde exceptuando un cementerio, el faro y una torre de vigilancia transformada en cuartel de la benemérita, todo es campo y maleza, sinónimo de paz y sosiego.

                A la izquierda, el castillo de Santa Bárbara. Su vista era inmejorable. Desde el balcón se apreciaba su silueta, sus faldas y sus distintos caminos de acceso. Incluso el Benacantil, parte baja del fuerte, lugar común de desmadre entre la juventud alicantina. Yo, ebrio trasnochado y sin par, llegué a plantearme alguna noche de motivada locura la idea de construir una tirolina que conectara aquel hogar mío con el monte Benacantil. Todo quedó en el aire. Por desgracia, el proyectó no se podrá llevar a cabo.

                Más a la izquierda del castillo, la Serra Grossa. Cuántas leyendas de la ciudad se habrán contado teniendo presente ese accidente geográfico. Y en cuantas postales no aparecerá. Debajo, la plaza de toros. En frente, el mercado central. Me daba tiempo a pensar en todo mientras mi abuela desayunaba.



                Así han pasado varios años de mi vida. Especialmente los tres últimos, desde que regresé de mi estancia festiva en Coimbra. Combinar la atención y el cariño hacia mi abuela era perfectamente compatible con mis quehaceres etílicos. Todo merecido descanso requería la visita a un bar cercano. Y de esos había muchos. Pocos habrá en los que no me conozcan. Especialmente el casal Tio Cuc, mi casal, que aunque siga siendo mío y de otros tantos, comenzaré a frecuentar mucho menos debido a que abandono Alacant City. Una cerveza allí después de un día de 8 horas de estudio sentaba casi mejor que un hijo recién parido. Cuántos bares, cuántas casas de amigos y cuántos lugares dejarán de estar para mí a tiro de piedra.

                Qué grandes momentos aquellos. No necesitaba más de 10 minutos para llegar en estado paupérrimo a casa cualquier noche. Abría la puerta con cuidado y una antigua e imponente imagen de la Santa Faç divina (misericordia) me miraba con afán educador al llegar. Quizá alguna vez debí hacerle caso. Pero seguí en el oscuro mundo del desparrame. Mi abuela rara vez me escuchaba al llegar. Me encargaba yo de que no lo hiciera.

                O aquellas veces en las que alcanzaba tal nivel que no podía evitar la infernal náusea etílica. Mi pereza y mi cautela me obligaban a expulsar mis excedentes asomado ligeramente desde la cama para formar un detestable charco. Todo con la intención de no despertarla. Al día siguiente, volvía a orinar y a escuchar “Nene”. Yo le daba un beso, volvía a mi cuarto y fregaba antes de comenzar a hacerle el desayuno.

                Paradójicamente, en plena crisis se ha logrado vender casa de mi abuela de forma inmediata. Pensé que tras su despedida, aún podría disfrutar algo más del que había sido mi hogar. No ha podido ser más tiempo. Hoy me ha tocado entregar la llave, no sin antes echar mi última meada en aquel acogedor retrete y tirar por última vez de la cadena para recordar aquel “Nene” mañanero de mi abuela. Y tras orinar, despedida vecinal y entrega de llaves.


                Etapa cerrada. Con pena, pero con alegría por empezar otra que, seguro, será mejor. Me he encargado de rodearme de buena gente para que así sea. Especialmente de una persona que me acogerá en otra ciudad a partir de mañana. Y no hay mejor antídoto que una nueva etapa que ilusiona y mucho. Siempre con el eterno recuerdo de esta otra que acabo de cerrar. Gracias a ella jamás podré olvidarla. Y mis llaves, testimonio de mi nueva etapa, serán estas.


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