Un sonido apocalíptico detenía la más común de las
rutinas. En plena hora de cenar, llegué a pensar que nuestra nevera podría
haber sucumbido a la leve inclinación con la que resiste en nuestra cocina. Tal
estruendo me invitaba a augurar una catástrofe similar. Hasta la puerta de
nuestro cuarto se había abierto con fuerza debido a la brusquedad de aquel
ruido. Nos dirigimos a comprobar cuál era el motivo. Una compañera de piso con
su pareja, dios y ellos sabrán cómo, habían volcado la mesa de la terraza en la
que parecían celebrar una cena con aires románticos. El vino y la finura de los
platos les delataban. Lo que no cuadraba en aquella escena era una mesa para
unos cinco comensales violentamente torcida, del revés. Parecía el acto
vandálico de un inexperto que no sabe cómo hacer el mal. Sí encajaba la
insipidez de la vecina a la hora de contestar nuestra lógica preocupación. Un
“estoy bien” tenue e incómodo era su respuesta, que no nos aclaraba nada de lo
sucedido. Como prueba de asistencia, quiso dejarnos sus platos sucios, con
cubiertos, copas y servilletas usadas en nuestra cocina, que es el espacio que
conecta la casa con la terraza. Y es quien sufre cada día el paso de los
vecinos holandeses, que adoran el aire libre para practicar aún más, si cabe,
su condición de impresentables.
Era una anécdota más de las miles que podrían contarse
sobre aquellos infraseres centroeuropeos avanzados en la ciencia y primitivos
en la convivencia. De porte elegante, finamente engominados o diariamente
rapados para hacer virtud de su alopecia, cubiertos por impolutos trajes y
aderezados por corbatas o gafas modernas que les regalan una imagen de
atractiva seriedad, cuanto menos. La bici, su medio habitual de transporte, les
ayuda a mantener esa admirable percha que contrasta con sus recetas culinarias,
que son una calamidad en lo saludable y en lo apetitoso. Las mujeres salen de
las duchas con inmaculados batines de seda y aires de grandeza, como quien ante
el público quiere presumir de algo, aunque el público sea un joven lampiño y
desarreglado alicantino que por allí pasaba segundos después de defecar. Toda
apariencia invita a pensar que es gente ordenada y cuidadosa, fina y aseada,
diligente y eficaz. Pero son unos impresentables.
No hay otro mejor adjetivo que defina a quien deja una
bolsa de basura en el pasillo de la casa, la cual aparece roída al día
siguiente por esos pequeños y mugrientos bichos que aquí abundan. La mujer de
un servidor pensaba que con el simple aviso accedería a sacar la bolsa a la
calle, al menos. Los hechos obligaban a tomar una decisión inmediata al
respecto. Pero no. Su cara era la de la más evidente obviedad. “Sí, claro, dejé
la bolsa y la mordieron los ratones”, dijo. Y su lógica mirada apuntillaba,
queriendo decir: “¿Qué ves de raro? ¿Cuál es el problema?”. La bolsa allí se
quedó algunos días más.
La autora de la mesa volcada parecía ofendida al ser
alertada por mi señora de que sus bolsas, además de reposar en el pasillo cual
cuadro de decoración, permanecían abiertas para el festín de varios enjambres
de mosquitos y para heder el habitáculo en su conjunto. Tampoco quiso recoger
las bolsas, aunque más adelante decidió que el lugar de depósito no era ese
pasillo, sino la entrada de la casa, para trasladar los enjambres y la pestilencia
a un lugar más común.
Un hábil ratón penetró en nuestra cocina para quedarse
allí por un tiempo. Hábil porque se comía la comida de las trampas sin que
éstas saltaran, esquivaba el veneno y para colmo de burla, evacuaba en la caja
que almacenaba la sustancia tóxica. Alertados a la par que lamentados por ser
víctimas de las hazañas de un roedor en una de las tres únicas zonas cuidadas
de la casa –las otras dos son nuestro cuarto y el baño, que por desgracia
compartimos con los impresentables– decidimos preguntar a otro vecino si habían
visto roedores por la zona, para saber si éramos víctimas solitarias o si
teníamos con quien compartir la pena. El mozo, con la misma evidencia que en
casos anteriores, nos decía que “sí”. “Tenemos en la cocina, en el baño, en el
pasillo. Sí, es normal”. La misma tarde en la que nos dijo eso, celebró una
barbacoa en la terraza para llenar el espacio de papeles de periódico que, por
supuesto, quedaron sin recoger.
Con la pura evidencia de la inmundicia que practican a
diario, un día decidieron subir a fregar al lavabo del cuarto de baño, que es
común. Nos encontramos el sumidero con restos de judías y cebolla. Se les había
atascado el fregadero, y decidimos no preguntar, ante la inminente respuesta de
obviedad que nos tocaría recibir. Los pelos de la princesa de cuento que
tenemos por vecina, que atascan el lavabo siempre que se peina, eran
sustituidos por ingredientes que conforman su gastronomía, casi tan
impresentable como ellos mismos.
Todo esto es posible en un país en el que si sales a
correr a un parque, acabas recibiendo los ataques de los gansos, que desconfían
del más torpe corredor que por allí puede pasar. Me miran, se acercan, cogen
carrerilla y vuelan hacia mí con violencia, queriendo ejecutar no sé qué
venganza. El caso es que me obligan a esprintar para evitar el asedio, y pararme
un minuto una vez les he esquivado, pues uno es físicamente limitado. A la
vuelta siguiente, cuando me los vuelvo a encontrar, tienen la habilidad de
coger la carrerilla en el punto justo para así alcanzarme cuando saben que voy
a esprintar, lo que me obliga a agacharme bruscamente, no sin evitar el aleteo
y sus torpes patas, que pretenden golpearme a toda costa.
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